jueves, 3 de enero de 2013

El último grito de la Legión



El día había llegado, precedido por una tormenta. Los Páramos de Rey de Oro se vestirán del rojo de la batalla, su tierra seca vibraba con la llegada de la Legión del Mundo, noventa mil soldados de diferentes reinos, aldeas y caravanas errantes unificados para un objetivo común, derrotar al dios y recuperar la paz de sus tierras y su gente. Miles de jinetes con lanzas, otros tantos guerreros con espadas, mazas y hachas e interminables ballesteros, arqueros y catapultas brillaban con sus armaduras de plata, bronce y oro. Nobles y plebeyos, escuderos, soldados retirados, todos juntos para la misión final, en donde consumarían su última esperanza en un solo ataque, y en el lugar en donde todo había comenzado.

Y del otro lado del campo de batalla, allí estaba él. Con sus tantos nombres, tantas historias, tantas leyendas, tantos rumores. Los pueblos élficos del Bosque de la Luna lo llamaban El Fuego Invisible, ya que en los tiempos de los elfos de luz y los dragones hizo desaparecer civilizaciones enteras en sus bosques quemándolos sin un solo brillo de fuego. Los enanos del Imperio Gigante le decían “El devorador de Montañas”, recordando con dolor las nueve montañas que le dieron nombre a su pueblo, desaparecidas en una explosión de luz cuando el enemigo cayó sobre ellos. Y el antiguo reino de los tritones, extintos cuando se secó el mar donde ellos vivían, lo maldijeron siempre como “La Sed de la muerte”. Hasta incluso los pacíficos yeerans, que vivían en silencio y en paz en las Praderas del Sol Sagrado, fueron exterminados por “La Espada Incandescente”, cuando atacó su pueblo sin piedad a lomos de su corcel de sombras.
     Su armadura, se decía, estaba forjada con las almas de sus víctimas, esclavizadas para siempre como su escudo protector. Destellos verdes y negros cubrían su cota de malla y sus hombreras. Su enorme espada vibraba ansiosa ante la guerra, goteando un veneno negro sobre antiguas inscripciones de hechizos prohibidos y sellados. Sus manos se habían juntado sobre su cabeza, mientras murmuraba en idiomas olvidados palabras de invocación, acelerando la tormenta. En sus ojos se podía ver el infinito, se decía que cualquiera que lo mirara directamente se perdería para siempre. Y estaba solo. Solo contra la Legión del Mundo. Solo contra la última esperanza de la tierra. Sólo con su aterradora espada demoníaca y su sonrisa llena de odio y ansiedad.

     El Rey     Rannek, delante de su ejército, lloraba dentro de su yelmo de oro, preparado para morir, y para llevar a los sobrevivientes de su reino a una muerte con honor. En las venas corria la sangre de su familia, su dinastía, que habían perdido la vida cuando “El Dios Demonio” derritió su fortaleza y su ciudad. Levantó su espada y gritando, inició la carga contra su último enemigo, y La Legión del Mundo rugió tras él. Recorrieron el trecho que los separaba en un huracán de espadas, gritos, caballos y fuego, cargando contra el dios, quien alzo las manos al cielo y se desató la tormenta, entonces desenvainó su espada y apuntó directamente hacia el rey Rannek que llegaría primero. El ejército distribuído en forma de media luna se cernia rápidamente sobre él, llegando al unísono al último brillo de su vida, coronando su valor con honor, aunque sin gloria. En el último instante, el dios rió mirando fijamente al rey con sus ojos de infinito, hasta que cayeron sobre él.

Mierda lo hicieron. Pero mierda mal eh, no quedó nada del chabón, imaginate 90 mil tipos cayendote furiosos en la cabeza, no te salvás ni en pedo.

Moraleja: nunca te hagas el gil contra noventa mil tipos enojados